7/11/2013

A DOS AGUJAS





La primera mitad del año se hacía larga, es que lo único que esperaba era la llegada de las vacaciones de invierno y los días parecían no pasar.
Preparaba todo con tiempo, comenzaba a juntar el dinero desde que terminaban las vacaciones de verano, para ello resignaba la plata de la merienda en la escuela, es que nada era tan importante como pasar las vacaciones con mis abuelos y amigas.
El ultimo de de clases antes de las vacaciones de julio ya tenía mi pasaje en la mano, la mochila ya estaba preparada y ya todos sabían que viajaba.
Partía a la terminal de ómnibus, lo primero comprar el librito de Mafalda, para hacer más ameno el viaje,  la etiqueta de cigarrillos que fumaba a escondidas de mis abuelos y los chicles de menta por supuesto. A ellos les llevaba una caja de sus alfajores favoritos, mitad dulce de leche, mitad de membrillo. Subía al colectivo directo a Rosario, me ganaba la impaciencia por llegar, viajaba llena de alegría por ver a mis afectos. Una vez en Rosario tomaba el otro colectivo, el que me llevaba a mi destino definitivo.
Al fin allí estaba el barrio, un grupito de manzanas con casas todas iguales, rodeado de arboles donde cantaban las chicharras, en barrio pequeño de gente trabajadora y en donde todos se conocían. 
Caminaba por la plazoleta, entre toboganes y hamacas, tomaba la calle y ya divisaba la casa de mis abuelos. La alegría ya era inmensa, llegaba, los abrazaba y besaba infinitas veces. Respondía todas sus preguntas, les contaba todo lo del viaje, me instalaba en mi habitación y salía al encuentro de mis amigas. A ellas las conocía desde niña y con ellas me hice adolescente. Nos contábamos todo sin dejar detalles de nada. Nunca había nada programado, los días corrían tranquilos entre salidas, charlas, confidencias y risas.
Las noches eran lo más placenteras, luego de la cena venia la hora del tejido con mi abuela. Levantábamos la mesa, poníamos la cafetera al fuego, sacábamos una botella de licor, las copas, revistas de tejido, juegos de agujas y montones de ovillos.
Y ahí, en la mesa del comedor, junto a la estufa nuestras charlas se unían  al tejido, allí entre dos agujas yo le contaba mi vida, escuchaba atenta sus historias, recibía sus consejos y sus palabras de aliento.
Mi abuelo nos acompañaba en silencio, con su copa de coñac mientras veía la televisión y cada tanto cabeceaba vencido por el sueño.
Eran horas placenteras que me dejaron hermosos recuerdos.
Abuelos: cuanto los quiero, no puedo medir mi cariño, no puedo medir mi afecto.
Solo sé que fueron lo más importante para mí, tanto amor me dieron, tantas cosas bellas que quedaron en mi corazón. 
Aun hoy los siento aquí a mi lado y en los momentos de tristeza y en mis momentos de alegría aun comparto con ustedes todas mis experiencias de vida.