¿Quién de chico, de los que ahora ya somos adultos, no pasó
alguna vez por el temido momento de la sutura?
Y si, yo pasé por ese momento.
Mis abuelos en el patio de su casa tenían una mesa y bancos revestidos con pequeños pedacitos de azulejos de colores y mi
juego consistía en dar vueltas alrededor de la mesa pasando de banco en banco.
La mesa era redonda y los bancos semicirculares seguían su
contorno perfectamente lo cual facilitaba el recorrido en un excelente círculo.
De nada valían las advertencias de mis abuelos: “te vas a
caer”, “te vas a caer”, “bajate de ahí”. No sé en qué momento fue, pero
recuerdo haber aterrizado en el piso, el cual por cierto era muy duro y de
áspero cemento.
Mi abuela llegó en el acto atraída por el ruido, yo me puse
de pie, no sentí el dolor en ese momento, pero si vi un charco de sangre sobre
el portland.
Mi abuelo sacó el auto y ahí nomas partimos al doctor.
Eran otros tiempos, nada de anestesias, ni cirugías
plásticas, una aguja como las de coser de mi abuela, que para mi recuerdo era
enorme, enhebrada con un hilo y ahí nomás cosió, luego me colocó una venda tan
grande y blanca que delataba mi travesura.
A la salida del hospital mi abuela cumplió su promesa, “si
te portas bien, te compro un chocolate y una muñeca”. Bueno, bien valía el portarse bien.
Volvimos a la casa, yo con mi gigantesca barra de chocolate
y mi muñeca negra, los cuales también sirvieron para hacerme cumplir mis
promesas de portarme bien a la hora de las inyecciones. Me hicieron meter en la
cama. Al rato llegó la ejecutora de las inyecciones, María se llamaba, aparecía
siempre a la hora señalada con una cajita de acero plateada que yo escuchaba
tintinear antes que la viera, la jeringa era de vidrio y tenía una larga aguja
los cuales se hervían antes de realizar la ejecución, aun recuerdo como dolían
esas inyecciones, imposible sentarse cómodo hasta después de un tiempo.
Y hoy sigo viendo en mi mentón, justo debajo de mi pera, esa
cicatriz blanca, una línea blanca con unas rayas que la atraviesan como si
alguien hubiera realizado el mismo zurcido que en un pantalón, tres puntos que
marcan lo caras que a veces cuestan las travesuras a los cinco años.
Yo no pasé por ahí, afortunadamente, pero sí tuve mil heridas de guerra dolorosas en mis codos y rodillas. Es que era un poco "cabra loca".
ResponderEliminarLo de las inyecciones lo recuerdo, porque huía de ellas como de la peste y me escondía debajo de la mesa del salón. ¡¡Era terror lo que les tenía, jaja!!
Linda historia.
Yo también escribo novelas de aventuras (de chavales)y, de vez en cuando, algún relato corto. Estos son bastante ácidos, sólo tengo tres. Acabo de abrir el blog de escritura, si quieres pásate. Se llama "Historias desde el Tren".
Jajaja Nena creo que todos tenemos estas historias de heridas de guerra como las llamas y ni hablar del terror a las inyecciones!!!
ResponderEliminarHe pasado por tu blog.
Gracias por pasar por aquí y dejar tus comentarios.